La transparencia es al Estado como la probidad es a la moral pública. Ambos conceptos se sostienen sobre inquietudes especulativas que suponen que la transparencia es "algo bueno", lo que sería cierto porque la transparencia genera una mayor responsabilidad y legitimidad en la formulación de políticas, enfrentando las persistentes asimetrías de información entre las autoridades públicas y los ciudadanos, incluidas las empresas privadas. A su vez, la probidad es propia de toda la comunidad nacional, no sólo de las instituciones del Estado. Y no es una virtud cívica que esté garantizada por estándares en la vida pública, ya que probidad no es ausencia de corrupción.
Es difícil no compartir con la profesora de Derecho y Ciencia Política, Susan Rose-Ackerman, que la transparencia se ha convertido en una palabra dirigida al ámbito de la lucha contra la corrupción en el gobierno y que no posee mucho valor por sí sola. La transparencia, siguiendo a Carolyn Ball, es un valor público adoptado por la sociedad para contrarrestar la corrupción. Pero son los mecanismos que permiten mayor acceso a la información los relevantes, ya que el control de la información es poder y lo es más en una economía de la información como la actual.
Ese control apunta a la burocracia en general, destacándose el “riesgo moral” que ocurre cuando un funcionario es consciente de que no tendrá que enfrentarse a los efectos de sus decisiones, generando impunidad ante los mismos y consecuencias negativas para los ciudadanos.
La “neurociencia” nos ayuda a entender lo anterior. Siguiendo a Antonio Damasio, no hay lugar al “pienso, luego existo” que defendía Descartes, sino al “siento, luego existo”, ya que “sin emociones no hay toma de decisiones”. Y en este plano, los sesgos cognitivos en la toma de decisiones son relevantes, ya que en palabras del psicólogo y Nobel de Economía Daniel Kahneman, nuestra conducta es mayormente automática, intuitiva y emocional. Sí, detrás de cualquier comportamiento hay una emoción y un hábito que nos impide controlar o modificar una conducta, cuyo precio es demasiado alto –en palabras del sociólogo Zygmunt Bauman-, ya que se “paga con la misma moneda en que suele pagarse el precio de la mala política: el sufrimiento humano”.
El problema con lo anterior es el “sesgo de confirmación”, el cual plantea que nos inclinamos sólo a buscar información que ratifique nuestra creencia previa e ignoramos toda aquella que la contradiga. Para Ball, un esfuerzo en este sentido será convencer que, a medida que aumenta la exigencia de transparencia disminuye la tolerancia ante la corrupción. Y que la transparencia se entrelaza sutilmente con la responsabilidad, la eficiencia y la eficacia, aunque con la necesaria preocupación por el secreto y la privacidad.
El politólogo norteamericano Samuel P. Huntington sostenía que todas las instituciones políticas tienen dimensiones morales. Un buen ejemplo de ello -y tal vez el más importante- fue el informe Nolan de 1994, que buscó responder a la “creciente inquietud que se estaba produciendo en la sociedad británica ante determinados comportamientos en la Función Pública”. Se planteó “aportar claridad y orientación allá donde se presente la incertidumbre moral” en la forma de siete principios, uno de los cuales fue la transparencia. Ella debía presidir la actuación de toda la Función Pública, ya que la equidad social no podría mejorar mucho si sólo se benefician del proceso de apertura a la información pública los grupos ya privilegiados.
Entonces, ¿a más transparencia más calidad institucional y de derechos? Si bien tenemos la secreta esperanza de un lenguaje moral común, nos enfrentamos a un dilema: todos queremos transparencia desde el Estado, pero no necesariamente estamos dispuestos a usar el “radar ético del cerebro” -tal como lo sugiere Daniel Coleman- que nos lleve a una conducta proba. Un buen ejemplo de esto se observa cuando las personas se unen a un equipo de gobierno nacional, regional o local: pueden terminar atrapadas en una matriz moral que condiciona el principio de probidad del funcionario al de la organización, aun cuando ésta sea permisiva respecto de dicho principio.
La probidad es el espejo de la transparencia. El informe Nolan lo relaciona con “Integridad” “Honestidad” y “Ejemplaridad”. La probidad es un principio que obliga a las autoridades y funcionarios de la Administración Pública a observar una conducta intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular. Ello termina en la intimidad de los candidatos, el reducto último de la personalidad, allí "donde soy lo que soy", poniendo un límite a la siempre usada afirmación de Thomas Jefferson: “Cuando alguien asume un cargo público debe considerarse a sí mismo como propiedad pública”.
¿Cuánta transparencia y probidad estamos dispuestos a aceptar? Esta es una pregunta que debemos responder desde la universidad. Si aceptamos –siguiendo al filósofo vasco Daniel Innerarity-, que la “política es una pequeña rebelión contra el prejuicio de que todo está decidido y resulta inalterable”, entonces, a lo menos tenemos dos preguntas. La primera es la del politólogo Francis Fukuyama: ¿Por qué las reglas de transparencia han aumentado la polarización y el lobby haciéndolos más efectivos? Y aunque investigaciones recientes han demostrado que la petición de información y su procesamiento responden de manera desproporcionada a los intereses de académicos, tesistas y ciudadanos que expresan disconformidad con postulaciones a cargos públicos, se sabe poco sobre las demandas de información de las consultoras y empresas que procesan y venden conocimiento.
Esta línea de investigación se abre a un contrapunto que surge de los trabajos de Byung-Chul Han y la “sociedad de la transparencia”, que es a la vez una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, sosteniendo la tendencia hacia el control. Para este filósofo, la exigencia de transparencia sólo expresa que la “moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación”. Otro contrapunto es asumir que la transparencia es una forma de hacer frente a la “Tesis de la Perversidad” de Albert Hirschman, que sostiene que toda acción deliberada para mejorar algún aspecto del orden político, social o económico, únicamente sirve para agudizar la situación que se desea remediar.
La segunda pregunta que podríamos abordar: ¿Es la probidad un “problema perverso”, entendiendo que para su solución se requiere que un gran número de personas cambien sus códigos de conducta? Ello nos lleva nuevamente a la relevancia de la integridad, rectitud y honestidad, ya que sabemos poco sobre la forma en que se entiende la probidad en Chile y el peso relativo de la cultura y de los contextos legales, sociales, económicos y políticos.
En este sentido, cabe preguntarse porqué se eligen políticos cuya reputación de probidad no es relevante, a pesar de que sí lo sea para sus electores. En este sentido, el vínculo causal entre la probidad y la confianza política es algo provisional, del mismo modo que los juicios que se emiten sobre el carácter moral de las autoridades políticas. En este sentido, la trasparencia como acceso a la información sobre la probidad de las élites políticas es un desafío en el cómo se presenta la información y los estándares con los cuales se miden.
La probidad política aumenta la confianza en el Gobierno. Si ello es así, entonces la última pregunta es si, en 2021, es válida la afirmación sostenida hace veinte años por el politólogo estadounidense Peter Siavelis: Chile presenta un modelo de cómo la probidad política y la eficiencia administrativa relativa (en términos latinoamericanos) contribuyeron a la legitimidad de la democracia.