El 3 de agosto del 2018, la mayoría de los ciudadanos nos despertamos, como cualquier otro día, sin saber que se publicaría en el diario oficial la LEY 21.100, que prohíbe la entrega de bolsas plásticas de comercio en todo el territorio nacional. A casi un año de esa fecha pareciera que estamos viviendo un sueño. Si en el 2015, según datos de la Asociación Gremial de Industriales del Plástico ASIPLA, el consumo de plástico alcanzaba los 51 Kg/hab/año, al día de hoy las bolsas plásticas prácticamente han desaparecido del comercio formal. En poco menos de un año nos convertimos en ciudadanos sustentables y responsables con el medio ambiente.
El impacto provocado por la publicación en redes sociales de imágenes de mares contaminados con islas de plásticos, y peces y tortugas atrapadas en mallas de polietileno de alta densidad PEAD, fue tan irrefutable que hasta las grandes multi-tiendas nacionales se sumaron a la campaña. Las mismas que inundan el comercio con vestimentas importadas desde el otro lado del planeta con altas huellas ecológicas, a causa del gasto energético de su producción y el transporte de sus productos a lo largo de los miles de kilómetros que separan el punto de manufactura y el de venta.
Los termoplásticos como el polietileno de alta densidad PEAD o el de baja densidad PEBD parecían ser el gran culpable de los problemas ambientales del planeta; una vez fuera de la vista del consumidor, gracias a la Ley 21.100, pareciera que después de todo no estamos tan mal en esta sociedad de consumo. Es curioso que una de las primeras acepciones del verbo consumir sea destruir, extinguir, es decir, vivimos en una sociedad de extinción donde nuestra satisfacción de necesidades y deseos se sostiene en una cultura de lo desechable; donde la triada marketing, créditos y obsolescencia programada mantiene un flujo constante de productos con vidas útiles limitadas, como por ejemplo los smartphone, a los cuales podemos acceder mediante créditos de consumo estimulados por una publicidad que alimenta el deseo. El problema de mantener un flujo ininterrumpido de nuevos productos desechables es el flujo constante de desechos.
A puertas de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático COP25, a realizarse en Santiago en noviembre del 2019, más que nunca tenemos la oportunidad de preguntarnos si nos interesa seguir viviendo una realidad material definida por el marketing verde o, en el peor de los casos, por el greenwashing o si realmente nos interesa entender la sustentabilidad desde su origen vinculado a la manera de producir, distribuir y consumir bienes, servicios y productos.
El impacto ambiental, cuantificado con índices como la huella ecológica o la huella de carbono, es en resumidas cuentas el resultado del tipo de energía que usamos (energías fósiles, renovables o no convencionales), el cómo y cuánta de esta energía usamos (eficiencia energética) y qué materias primas procesamos para transformarlas finalmente en un producto, bien o servicio.
Esa pregunta es la que nos viene quitando el sueño desde hace algún tiempo en el Laboratorio de Exploración en Materiales Arquitectónicos Ambientales LEMAA de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Santiago. Según datos del Ministerio de Vivienda y Urbanismo del 2018, la industria de la construcción aporta un 7,8% del PIB nacional, siendo al mismo tiempo la responsable de un 33% de las emisiones de gases de efecto invernadero, del 34% de los residuos sólidos, y del 90% de la contaminación por material particulado fino: el famoso MP2,5 que escuchamos en las noticias cuando aparecen las preemergencias ambientales por contaminación atmosférica en las diferentes ciudades del país.
Conscientes de que la industria de la construcción es una fuente de contaminación importante, como arquitectos debemos preguntarnos si entendemos que nuestras decisiones, al momento de elegir materiales, están directamente relacionadas al impacto ambiental final de nuestro diseño. Solo para poner un ejemplo: el consumo energético promedio de una vivienda en chile, según diferentes estudios, puede alcanzar los 105 kWh/m2/año. En contrapartida, construir un metro cuadrado de muro con ladrillos de 12x24x9 cm tiene un costo energético de 225 kWh, es decir, se necesita más del doble de la energía por metro cuadrado para hacer un muro de ladrillo que para mantener una vivienda por un año.
Este escenario nos hace cuestionarnos, desde el LEMAA, sobre la responsabilidad como arquitectos en cuanto al impacto ambiental de los materiales que usamos para diseñar. Nos interesa entender qué tipo de componentes arquitectónicos (revestimiento de fachadas, baldosas, paneles, etc.) podemos generar a partir de nuevos materiales reciclados, como por ejemplo el polietileno PEAD y PEBD de las bolsas de plástico o las botellas de polietileno de tereftalato PET. La discusión, a nuestro juicio, no es que desaparezcan las bolsas plásticas - hecho que no solucionará nuestros problemas ambientales- sino entender cómo se producen las bolsas plásticas y si una vez ya convertidas en desechos, pueden ser reciclados para ser transformadas en algo más, en otro producto o material.
A nivel nacional, la revalorización del plástico es baja alcanzando entre el 10 al 15%. Dentro de la industria del plástico en Chile, cerca del 45% está destinado a envases y embalajes, el segundo nicho es la minería con un 19% y la construcción con un 18%. El potencial de revalorizar este material, a partir de componentes arquitectónicos, se vislumbra como una oportunidad de diseño. Con un poco de imaginación podemos visualizar los residuos y desechos como una nueva materia prima. Si antiguamente la tierra se transformaba en el adobe de los muros de las casas de campo, pueblos y ciudades como Santiago, hoy podríamos perfectamente imaginar materiales de construcción 3.0 de plástico recuperado, centros de acopio y reciclaje convertidos en nuevas canteras de materiales que, de paso, disminuirían los problemas relacionados a los vertederos y rellenos sanitarios. Debemos abrirnos a entender la urgencia de crear nuevos materiales a partir de desechos, traspasando la frontera del reciclar hacia la revalorización.
Un polímero de una bolsa de plástico o una botella puede convertirse en otra cosa. De hecho, la ventaja de los termoplásticos es que son baratos y pueden moldearse a casi cualquier forma a través de procesos de termo-conformado, prensado e inyección. ¿Se imaginan un ladrillo de polietileno que incorpore nanopartículas para controlar la temperatura entre el interior y el exterior de una casa? ¿o un revestimiento para fachadas de edificio de plástico que con nanotecnología pueda absorber contaminación atmosférica?. Estos ejemplos son líneas de investigación en desarrollo en el laboratorio LEMAA de la Escuela de Arquitectura, desde una mirada interdisciplinaria, en colaboración con el laboratorio de polímeros POLILAB y académicos de tecnología en diseño industrial de la Universidad de Santiago, buscamos abordar los problemas relacionados a los residuos, la contaminación atmosférica, el confort térmico de las viviendas y el diseño de componentes entre otros, desde nuevos enfoques, aunando visiones distintas pero complementarias.
La academia más que nunca tiene la obligación de comprometerse con la industria y los gobiernos en apuestas intersectoriales. Es fundamental que midamos nuestros impactos particularmente en el ámbito del diseño, la arquitectura y la construcción. Tenemos una oportunidad única para hacernos la pregunta inicial con seriedad: ¿nos interesa maquillar nuestros problemas ambientales o realmente queremos dar un salto hacia una industria de la construcción y una disciplina arquitectónica consiente de sus maneras de producir, distribuir y consumir materiales y componentes arquitectónicos? La brecha no es menor, si nos equivocamos y nos quedamos en el marketing verde y el sobreconsumo desinformado, será demasiado tarde para entrar en una cultura de la sustentabilidad basada en el diseño responsable.
Dr. Arq. Alexandre Carbonnel
Escuela de Arquitectura
Director LEMAA