Centro de Estudios Migratorios:

Opinión de Adriana Palomera, coordinadora CEM-Usach: Inmigrantes e indocumentados frente a la barbarie civilizatoria moderna

A la hora de la verdad, lo acontecido estas semanas en la frontera norte del país, nos enrostra nuevamente que, frente a la urgencia humanitaria de la inmigración y el refugio, las autoridades chilenas y una parte de la sociedad no se encuentran preparadas o no están disponibles para evidenciar los principios humanitarios que tanto se defienden discursivamente.
En esta crisis humanitaria, resulta paradójica la situación de los inmigrantes que buscan ingresar a Chile, un país donde se sostiene públicamente lo acogedores que somos y donde la política pública sustenta discursivamente los principios humanitarios del Estado y del Gobierno.

En el actual contexto de crisis sanitaria mundial miles y millones de seres humanos se encuentran -mientras escribimos estas líneas- desplazándose a otros continentes, regiones o países. Ni el miedo a la pandemia, ni las dificultades en los trayectos, cierre de fronteras o falta de oportunidades en los destinos de acogida han logrado evitar que un sector de la población mundial continúe saliendo de sus hogares, territorios y comunidades. Múltiples son las razones humanitarias por las cuáles en caravanas o de forma particular, familias, niñas, niños, jóvenes, hombres y mujeres de distintas edades prefieren el desarraigo que provoca abandonar sus vidas a quedarse en el terruño, aunque ese haya sido el suelo que los vio nacer y que debió brindarles cobijo y protección.

En el último mes las noticias nos han mostrado la cruda realidad de los inmigrantes que están ingresando en la zona norte del país. Colchane e Iquique se han repetido a diario en los portales informativos y hemos observado la incomodidad inicial y la posterior severidad de la autoridad al expulsar a un grupo de estos seres humanos por haber ingresado de forma irregular, evidenciando la dificultad que presenta para Chile la inmigración.

Luego de casi dos décadas de continuo incremento en la llegada de inmigrantes, en especial latinoamericanos, las autoridades de turno no han logrado actuar humanitariamente y despejar las complejidades de la inmigración, convirtiéndola preferentemente en un problema administrativo vinculado a la seguridad pública. Del mismo modo, y a pesar de los impedimentos que se esgrimen para muchos inmigrantes en las fronteras del país, sectores de la ciudadanía ven con regocijo estas determinaciones basados en el principio de la legalidad y ordenamiento jurídico que obliga al migrante a ingresar con papeles oficiales como un correcto y buen ciudadano extranjero.

Como pocas veces en nuestra historia, esta crisis migratoria nos ha tocado con fuerza y nos recuerda que no basta con que nos declaremos una sociedad humanitaria o con autodefinirse pro migrante, intercultural o un buen y compasivo ciudadano, cuando en la práctica nos desagrada el inmigrante pobre, nos molesta la diferencia cultural de los que llegan, o bien, nos incomodan aquellas/os que ingresan sin pedir permiso, aunque sea por razones humanitarias.

Cuando sostenemos que queremos un tipo de migrante modelo, al que no se asocie una condición de vulnerabilidad, que ojalá traiga dinero, sea laborioso, y que ingrese de forma regular para ser bienvenido a nuestro territorio, evidenciamos una dimensión de una especie de barbarie civilizatoria moderna; aquella que permite y obliga que un inmigrante indocumentado quede imposibilitado de ingresar al territorio cualquiera sea su condición de riesgo, peligro y desesperación, que admite -con cínico desconsuelo- la imagen de un niño muerto e indocumentado en las aguas del mediterráneo, que asume como rutinario que una mujer agonice en la ribera del Río Grande de México y que tolera, y hasta se vanagloria de la eficiencia por la expulsión de un ser humano de cualquier edad y sexo que ha cruzado las frías noches del altiplano chileno boliviano en busca de un nuevo futuro, aunque su vulnerabilidad sea indiscutible. 

En esta crisis humanitaria, resulta paradójica la situación de los inmigrantes que buscan ingresar a Chile, un país donde se sostiene públicamente lo acogedores que somos y donde la política pública sustenta discursivamente los principios humanitarios del Estado y del Gobierno.

En esta ruta, programas de estudio de las distintas etapas educativas, espacios intelectuales, proyectos concursables financiados por el Estado y la misma ciudadanía, han incorporado en las últimas décadas una serie de conceptos relativos a la urgencia de una sociedad más integradora, solidaria e igualitaria.  En esta “nueva” humanidad, la interculturalidad, integración, inclusión y antidiscriminación se han convertido en paradigmas requeridos para el discurso público, en particular cuando se refieren a los pueblos originarios, opciones de género y por supuesto, a los inmigrantes.

Era frecuente escuchar a distintos actores de la sociedad civil y política o a la opinión pública en general, posicionándose desde esta vereda alineados, por cierto, en el camino de lo correcto y lo ético, más aún cuando se trataba de los inmigrantes virtuales e incorpóreos que poblaban los noticieros, los convenientes jornaleros y los simpáticos niños con sus coloridos bailes y comidas típicas.

A la hora de la verdad, lo acontecido estas semanas en la frontera norte del país, nos enrostra nuevamente que, frente a la urgencia humanitaria de la inmigración y el refugio, las autoridades chilenas y una parte de la sociedad no se encuentran preparadas o no están disponibles para evidenciar los principios humanitarios que tanto se defienden discursivamente. Constantemente, se cae el velo de la integración y aparece el miedo al vulnerable, obviando, que los Estados deben ser capaces de dar cuenta de procesos históricos de crisis como el actual, periodos que conducen indiscriminadamente al aumento de la movilidad humana.

Pareciera ser que para Chile tanto en el pasado decimonónico, en el convulsionado siglo XX como en el presente, la construcción civilizatoria de país se nutre de una barbarie que olvida su propio origen, identidad y diversidad cultural, rasgos que reconozco como parte de la barbarie civilizatoria moderna, que niega el derecho de migrar, la solidaridad entre los pueblos y la urgencia de tender la mano a los más vulnerables como son en este caso, las y los migrantes, y en particular, las y los refugiados del mundo.

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