La memoria de los pueblos debe mantenerse viva, eso lo sabemos, para soñar el futuro desde nuestros aciertos y errores. En ese ejercicio necesario, siempre es saludable recorrer los caminos más acertados de nuestra historia y también los laberintos más oscuros, por donde han transitado seres humanos deleznables y perversos.
Precisamente, por ese respeto a la memoria siempre viva de una sociedad, volvemos la mirada al pasado reciente de Chile, al trauma irreparable del golpe de estado, ejecutado por una dictadura cívico-militar que, con el tiempo, demostró ser de una crueldad sólo comparable a las grandes tiranías de la historia.
El 11 de septiembre de 1973, con el golpe dado por las Fuerzas Armadas, se desplomó la trabajosa construcción de la República y el estado de derecho que la sustentaba. Más de 160 años de vocación republicana terminaban con el bombardeo de la casa de gobierno, llevado a cabo por pilotos de la Fuerza Aérea de Chile. Y un presidente de la República muerto, dentro de ese edificio emblemático. Con este quiebre profundo e insondable de nuestra democracia, comenzó una ola de terror, crueldad y muerte, puesta en marcha por un totalitarismo delirante y sanguinario, que consideraba a compatriotas como enemigos que debían ser eliminados. Muchas historias de dolor, persecución, tortura y asesinato, cubrieron la patria con la sangre de hombres y mujeres que se unieron al sueño de Salvador Allende, por hacer de Chile un país más justo, en el que la dignidad del pueblo fuera respetada por encima de todo el interés económico de las clases dominantes, herederas de un pasado conservador, oligárquico y latifundista, que tenían sumido al país en un profundo subdesarrollo.
Una de esas historias de dolor y muerte es la de Víctor Jara, un artista sobresaliente en el contexto nacional e internacional. Más que un cantautor o director de teatro, se trata de un hombre lleno de sensibilidad artística, que se expresaba en diversas materialidades musicales, discursivas, plásticas o visuales. Su talento genuino y múltiple, como el de Violeta Parra, lo convirtió en un regalo, una buena noticia para Chile, América Latina y el mundo. Su amor por la vida, expresado en la familia, el pueblo y su arte, lo hacía brillar como un símbolo de paz y de alegría desde estas tierras australes.
Agonía y muerte del artista
Una de las miles de víctimas de la represión, torturados, vejados y asesinados, fue Víctor Jara. El 11 de septiembre del 73 escuchó el último discurso del presidente Allende, desde La Moneda, se despidió de su esposa Joan y emprendió el camino recorrido a su lugar de trabajo; la Universidad Técnica del Estado, hoy Universidad de Santiago de Chile. Iba premunido de la única arma que conocía, su guitarra, para seguir cantando y convocando a sus estudiantes y compañeros profesores, en la resistencia pacífica y activa a la dictadura, que enfrentaba con extrema violencia sus primeras horas en el poder.
Fue una noche de acecho y terror, en la que las patrullas militares cercaron el recinto universitario, para atacarlo finalmente la mañana del miércoles 12 de septiembre. Víctor Jara era una de las casi 600 personas que estaban en el recinto. Detenidos con violencia, fueron trasladados al Estadio Chile, convertido en centro de detención, tortura y muerte. Ahí comenzó la agonía del artista, entre culatazos, patadas e insultos, intuyó el desplome de lo que habían tratado de construir, en pos de un Chile mejor para los más oprimidos. A la llegada al Estadio Chile, es reconocido por un oficial que comienza con un castigo físico brutal. Patadas en su cabeza y cuerpo, repetidas con una bestialidad indescriptible, terminan por romperle la cabeza, de la cual emana sangre de manera profusa, cubriendo su rostro hasta la hora final, que no tardaría en llegar.
La tortura continúa durante los días 13 y 14 de septiembre. Se producen algunos “descansos”, en los que otros presos lo ven muy mal herido y tratan de darle algo de comer para que resista. Con la esperanza de que algunos puedan salir libres, Víctor escribe un último poema, un mensaje al mundo, a su querido pueblo, mujer e hijas. Se trata de un puñado de versos, atravesados por el dolor que dan cuenta de la agonía y la muerte próxima:
“Canto que mal que sales cuando tengo que cantar espanto / Espanto como el que vivo, espanto como el que muero”
El sábado 15 de septiembre de 1973 todo termina. Al anochecer, emerge la imagen fantasmagórica de 30 o 40 cadáveres, apilados en un recinto cercano a la salida del estadio. Uno de esos cadáveres es el de Víctor Jara. Las últimas torturas sobre su cuerpo moribundo le quebraron las manos junto a más golpes e insultos.
Testigos presenciales señalan que el artista dejó de existir finalmente, producto de una bala en la cabeza, disparada por uno de los militares que, junto a sus compañeros, jugaba a la ruleta rusa para eliminar a este prisionero.
La madrugada del 16 de septiembre de 1973, dos pobladoras que vivían cerca del Cementerio Metropolitano de Santiago, encuentran en un sitio eriazo seis cuerpos sin vida. Uno de ellos era el de Víctor Jara. Posteriormente, en el Instituto Médico Legal, se constató que el cuerpo tenía 44 impactos de bala, 2 de ellos en la cabeza, 6 en las piernas, 14 en los brazos y 22 en la espalda. Somos cinco mil, se titula el último poema de Jara, escrito en esos últimos días de horror y agonía y en él nos termina diciendo con angustia: “Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura”.
El artista notable, extremadamente sensible y amante de su pueblo, de su mujer e hijas, tenía 40 años. Estaba en una etapa de plena madurez y compromiso con la vida y con su arte. Los agentes del Estado, militares defensores de la patria, le dispararon casi un proyectil por año de vida. En total, 44 tiros para 40 años de trabajo, superación, creación y amor. La muerte triunfó esos días de fría primavera, pero la luz de la vida volvió rápidamente, porque la partida del hombre, músico, poeta, actor, nos dejó su obra inmortal, que reafirma día a día la presencia insustituible de Víctor Jara en comunión con su amado pueblo.
Lo que no entendió la dictadura
Antes de referirnos al crimen de lesa humanidad que consumó la dictadura sobre el artista y que se repitió en miles de compatriotas, tanto en Chile como en el extranjero, es necesario decir que la breve e inconclusa cronología de hechos que hemos expuesto, siempre es necesaria. Ha sido escrita cientos de veces y debe ser escrita otras tantas más, como la repetición de una oración, como un mantra litúrgico sanador y liberador. La memoria histórica lo exige y debemos ser disciplinados en el recuerdo de esta hora trágica que tan fuerte golpeó el alma de Chile. Además, la herida y el daño permanecen, no sólo en las víctimas sobrevivientes y sus seres más queridos, sino también en el corazón de un pueblo que, desde el desgarro más profundo nos dice: ¡nunca más!
En nuestra narración/exposición no hemos mencionado nombres, identidades de quienes llevaron a cabo este crimen alevoso. Éstos ya han sido identificados hace mucho tiempo. Oficiales como el teniente Pedro Barrientos; el teniente Edwin Winter, apodado “El Príncipe”, figuran como quienes torturaron directamente a Víctor Jara y le dieron muerte, por mano propia o por una orden a un subalterno. También sabemos que el comandante Cesar Manríquez Bravo, jefe del campo de prisioneros instalado en el Estadio Chile, fue el primer procesado por el asesinato del artista. Todo esto, en el marco de la sanguinaria dictadura encabezada por Augusto Pinochet.
Sin embargo y más allá de la condición criminal de estos sujetos, nos interesa detenernos un momento en la lógica del exterminio puesta en marcha por la dictadura, respecto de un enemigo construido desde una óptica ideológica aberrante. La evidencia más concreta y dolorosa al mismo tiempo, es el propio cuerpo de Jara, mancillado y destruido más allá de toda posibilidad para infringir dolor, agonía y muerte. El odio, la ira y bestialidad con la que se actuó, está en cada uno de los 44 balazos acertados, en las manos quebradas (manos con las que ejecutaba su música en su querida guitarra) y su cabeza destrozada, con la que soñaba un Chile mejor para los que menos tenían. La lógica del exterminio, en su expresión más delirante, pensaba en este enemigo como si fuese una plaga a la que había que aplicar una dosis mayor de pesticidas, para que no volviera a aparecer.
Lo que no entendió la dictadura, es que la obra del artista potencia su nombre y el de su trabajo en un grado exponencial, siendo la tortura y la muerte violenta, los hechos desde los que arranca la presencia inabarcable del artista y su legado. Razón tenía el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal cuando escribió:
“Creyeron que te / mataban con una orden / de ¡fuego! / Creyeron que te enterraban / Y lo que hacían / era enterrar una semilla”
Los incriminados en el asesinato de Víctor Jara, Barrientos, Winter y otros, podrán negar toda su vida el haber estado en el lugar en que se cometió este y otros crímenes, o podrán decir que eran parte de una estructura jerárquica y que sólo obedecían órdenes. En tal caso, como señala Arendt, respecto al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, estaríamos frente a una explicación que banaliza el mal, ocultándolo en protocolos burocráticos, para finalmente aceptar que estos agentes del estado sólo cumplieron órdenes. No obstante, sabemos en nuestra condición de seres humanos, que crímenes como el de Jara, tanto en su concepción como en su ejecución, obedecen a la movilización de los instintos más viles y destructivos que es posible imaginar. Estos sólo pueden ser expresados desde fanatismos y radicalismos, donde la existencia de un otro que piensa distinto, es una amenaza inminente.
Víctor Jara murió durante los tormentosos días posteriores al golpe de estado, ocurrido en Chile el 11 de septiembre de 1973. Su voz y su guitarra se callaron sólo un momento. Después, miles de voces y de guitarras lo traen de regreso al presente y al futuro de nuestra patria y del mundo. De este modo, el artista nos regala una canción infinita, para que todos los seres humanos amantes de la paz la sigan cantando en cualquier tiempo y lugar.
Víctor Jara murió durante los tormentosos días posteriores al golpe de estado, ocurrido en Chile el 11 de septiembre de 1973. Su voz y su guitarra se callaron sólo un momento. Después, miles de voces y de guitarras lo traen de regreso al presente y al futuro de nuestra patria y del mundo. De este modo, el artista nos regala una canción infinita, para que todos los seres humanos amantes de la paz la sigan cantando en cualquier tiempo y lugar.
El artista notable, extremadamente sensible y amante de su pueblo, de su mujer e hijas, tenía 40 años. Estaba en una etapa de plena madurez y compromiso con la vida y con su arte. Los agentes del Estado, militares defensores de la patria, le dispararon casi un proyectil por año de vida. En total, 44 tiros para 40 años de trabajo, superación, creación y amor. La muerte triunfó esos días de fría primavera, pero la luz de la vida volvió rápidamente, porque la partida del hombre, músico, poeta, actor, nos dejó su obra inmortal, que reafirma día a día la presencia insustituible de Víctor Jara en comunión con su amado pueblo.