Los procesos constituyentes implican cambios profundos en una sociedad, y ponen a prueba las capacidades del sistema político de representar y canalizar las demandas ciudadanas. Cuando hablamos del sistema político, nos referimos a mirar la política desde una perspectiva integral, donde no puede entenderse el proceso de toma de decisiones políticas si no se considera, además de las instituciones (el Estado, el gobierno), a los actores políticos y ciudadanos, y los procesos resultantes de la interacción entre actores e instituciones. Los sistemas políticos son por tanto dinámicos, e interactúan con la sociedad constantemente.
Las constituciones políticas abordan los principios constitucionales, los derechos y deberes de los ciudadanos, y la forma en que cada sociedad acuerda distribuir el poder a través de las instituciones del Estado. Por tanto, las contenidos constitucionales son clave en la definición institucional del sistema político. En el caso de Chile, la actual Constitución, a pesar de los importantes cambios que ha tenido desde la transición a la democracia, se origina en un contexto de autoritarismo, y con una clara desconfianza hacia la política, los partidos políticos y la ciudadanía. Ese origen autoritario se ha reflejado en una constante dificultad para la democratización del sistema político, lo que con el tiempo ha redundado en una baja capacidad de respuesta a las demandas ciudadanas y en una baja legitimidad y confianza hacia las instituciones.
Uno de los temas que ha estado presente en el debate público en estos meses previos al plebiscito nacional por la nueva Constitución del próximo 25 de octubre, es el rol del Presidente de la República y del Congreso en la crisis política y social que vive nuestro país. Pareciera ser que las instituciones no tienen la capacidad de resolver la crisis. Si bien Chile ha sido considerado a nivel latinoamericano como una democracia estable y de altos índices de gobernabilidad, las características que en algún momento se pensaron como factor de estabilidad política, se han debilitado. Nuestro país se ha transformado en una sociedad diversa, con expresión en múltiples partidos y organizaciones sociales. Las movilizaciones sociales de octubre de 2019, han sido el momento cúspide de la disconformidad ciudadana con la forma en que las elites toman decisiones.
Junto a Nicolás Eyzaguirre y Tomás Jordán hemos planteado que el problema del régimen político chileno son los bajos incentivos de cooperación entre los poderes ejecutivo y legislativo, y un sistema de partidos debilitado (1). El régimen político es el conjunto de las instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder, y de los valores que animan la vida de tales instituciones (2). En el caso de Chile, se caracteriza por ser un régimen hiperpresidencial, con un Congreso bicameral debilitado, y un sistema de partidos multipartidista y tendiente a la fragmentación. La participación ciudadana se expresa en el proceso electoral periódico, pero no existen mecanismos de incidencia ciudadana que permitan canalizar demandas y propuestas en períodos entre elecciones.
Lejos de la ciudadanía
Para entender la complejidad del régimen político chileno, no podemos obviar que la Constitución Política de 1980 reforzó la figura presidencial y debilitó al Congreso. Éste último se configuró como el único espacio para la política partidista (lejos del gobierno y de la ciudadanía) y por ende debía tener escasas atribuciones en el funcionamiento del sistema político (3). La figura presidencial se estableció como el eje del sistema. El modelo fue diseñado para fun- cionar bajo la premisa de un Presidente(a) fuerte y un Con- greso en el cual las fuerzas oficialistas y de oposición sólo puedan operar conjunta e interdependientemente, lo que produce un efecto de simbiosis de las mismas, debilitándo- las. Esto deriva en que tales fuerzas no se logren distinguir claramente, salvo que la oposición sea obstruccionista con el gobierno.
La fortaleza del Presidente(a) radica en sus atribuciones y en la debilidad del Congreso, independientemente de si el gobierno es continuista o reformista. Si es reformista, el Presidente(a) sólo podrá ejercer su gobierno con el acuer- do de la minoría, considerando la fragmentación y los altos quórum. Si es continuista, el Congreso es inocuo. El gobierno se puede ejercer por medio de las facultades presidenciales administrativas (especialmente la potestad reglamentaria), sin necesidad de una relevancia política determinante del Congreso. En este juego institucional el único que es fortalecido es el Presidente(a), pero no necesariamente resulta beneficiado.
Lo anterior tiene relación con la debilidad del sistema de partidos en nuestro sistema político. Luego del golpe de Estado de 1973, se prohibió toda organización y actividad partidaria. Los partidos políticos al reestructurarse en el proceso de transición democrática, lo hicieron de forma precaria y sin legislación que fortaleciera su desarrollo institucional. Los partidos se reordenaron como entidades con personalidad jurídica privada, sin financiamiento público relevante -sino empresarial-, sin mecanismos de control democrático externo ni interno, y tampoco de transparencia activa. A esto se sumó un escenario de un sistema electoral binominal, con primarias en la selección de candidatos, y con listas abiertas, lo que en conjunto debilitó el rol de los partidos en la selección de candidaturas con el consecuente efecto en términos de la disciplina partidaria y su actuación en el Congreso. La desinstitucionalización de los partidos responde a incentivos de campañas individuales y alejadas de la ciudadanía.
No da lo mismo
La reforma de 2005 destrabó la democracia tutelada. El acuerdo político entre el gobierno del ex Presidente Ricardo Lagos y el Congreso logró eliminar los enclaves autoritarios, permitiendo el ejercicio de una democracia mínima, pero conservando su carácter consensual. Las reformas políticas llevadas a cabo entre 2014 y 2016, efectuaron cambios profundos al sistema electoral, el sistema de partidos, el financiamiento de la política, entre otras materias, pero no afectaron el régimen político.
Como consecuencia de este tipo de régimen político, los ciudadanos perciben que el gobierno y el Estado, no tienen capacidad de protegerlos y resolver sus problemas, lo que a su vez incide en la legitimidad y confianza en las institucio- nes políticas. En la encuesta del Centro de Estudios Públicos de diciembre de 2019, un 44% de los consultados consideraba que el funcionamiento de la democracia era regular, y un 47% consideraba que funcionaba muy mal. En el mismo estudio, los partidos políticos, el Congreso y el gobierno, son las instituciones con menor confianza ciudadana, con un 2%, 3% y 5% de confianza respectivamente (4). El déficit de sensibilidad política (responsiveness) frente a las demandas de la ciudadanía debilita a las instituciones públicas. En un sistema democrático, la opinión pública sirve como regulador del actuar de sus autoridades, por eso las democracias requieren, cada vez más, diseños institucionales que fortalezcan los mecanismos de representación, con mecanismos de deliberación y participación ciudadana.
El aspecto institucional consagrado en la Constitución es clave en el acuerdo que una sociedad requiere para lograr ciertos objetivos como son la estabilidad, el respeto y promoción de los derechos fundamentales, la representación y neutralidad en el proceso de toma de decisiones, la transparencia, la eficacia del gobierno, la flexibilidad para adaptarse a los cambios, y lo más importante en los tiempos de incertidumbre que corren, una Constitución puede dotar de legitimidad a nuestras democracias. Entonces, no da lo mismo el tipo de régimen político que consagre la Constitución. La experiencia comparada nos muestra que cada comunidad política se da su propio arreglo constitucional, y para entender cuáles son las variaciones significativas en las constituciones democráticas, cuál es su importancia, destacan aquellos factores que determinan las instituciones del poder político (5).
Desafío inconcluso
Lograr conformar gobiernos de mayoría es el gran desafío inconcluso de la democracia chilena. Para que la democracia sea fuerte, el Presidente(a) de la República y la coalición gobernante, deben poder realizar el mandato popular a partir de la legitimidad que le da el acto electoral. La discusión pública sobre cuál es el proyecto político para el país se debe resolver en las elecciones periódicas y con base al sufragio popular, no a partir de las trabas institucionales.
Este es el gran dilema del debate constitucional en Chile en términos del régimen político: si la Constitución podrá habilitar para el juego democrático de mayorías y minorías o si, por el contrario, mantendrá su carácter de una Constitución que inhibe la práctica democrática por medio de un diseño que traba o impide el desenvolvimiento de proyectos de gobierno.
El proceso constituyente en curso, es una oportunidad histórica para replantearnos el régimen político. La actual Constitución ha quedado desfasada, no sólo por su origen autoritario, sino por los profundos cambios de la sociedad chilena. La democracia en Chile requiere de un régimen político que equilibre el poder ejecutivo del Presidente/a de la República, con un Congreso que exprese la pluralidad de la sociedad y con capacidad política de deliberación, y una ciudadanía activa que cuente con mecanismos de incidencia en el proceso político.
1. Eyzaguirre, N., Figueroa, P. & Jordán, T. (2020) El necesario cambio del régimen político: Hacia un presidencialismo parlamentarizado. Santiago: FLACSO.
2. Norberto Bobbio, Nicola Matteuci y Gianfranco Pasquino, Diccionario de Política (Ciudad de México: Siglo Veintiuno, 2007).
3. Carlos Huneeus, El régimen de Pinochet (Santiago: Editorial Sudamericana, 2000), 670.
4. Centro de Estudios Públicos. Estudio Nacional de Opinión Pública Na 84. Diciembre de 2019.
5. Robert Dahl, La Democracia. Una guía para los ciudadanos (Buenos Aires: Taurus, 1999), 246.
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