Opinión del Dr. Jorge Brower Beltramin: Violencia de Estado: la peor de todas
El pensamiento político moderno, tendría sus orígenes más o menos ciertos, a mediados del siglo XVII, cuando el pensador inglés, Thomas Hobbes, nos entrega su obra con el nombre de Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651). Decimos, más o menos ciertos, pues Maquiavelo y Bodin ya concebían un poder fuerte y centralizado para dirigir la vida social. Sin embargo, es Hobbes el que rompe con los marcos epistémicos medievales, para la organización de la sociedad.
Su lente conceptual se ajusta desde una concepción pesimista de la naturaleza humana, reflejada en el conocido aforismo de Plauto; “Homo homini lupus est” (El hombre es un lobo para el hombre). Esta condición humana, egoísta y beligerante, capaz de conducir a situaciones de violencia extrema, consumados a través de actos fratricidas irracionales y al imperio de la ley del más fuerte, hacen necesario un pacto social. En la concepción de Hobbes, se trata de un contrato que permitiría tener una vida regulada, impidiendo el conflicto permanente entre los individuos. Como consecuencia, este contrato limita las libertades, centralizando el poder en un monarca absoluto, garante del orden y la convivencia en paz.
Los planteamientos de Hobbes tuvieron una pronta reacción, a través de los trabajos de Voltaire y Montesquieu. La mirada de estos filósofos se desarrolla desde una concepción antropológica optimista sobre la naturaleza del ser humano.
Dentro del marco epistemológico ilustrado, estos apuestan por la racionalidad y el conocimiento objetivo, como condiciones y capacidades esenciales del hombre, haciendo de este, un “ser bueno por naturaleza”. Esta premisa se convirtió en el credo fundamental de los pensadores liberales. Autores como Adam Smith, David Ricardo y Adam Ferguson, plantean la libertad del individuo, como su bien más preciado.
Desde estas coordenadas, finalmente ideológicas, los pensadores liberales proponen un concepto de Estado que se limita a vigilar y controlar, para que no se coarte la libertad del ser humano. La razón y el conocimiento objetivo, aparecen como la base desde la cual el hombre distingue el bien del mal, actuando libremente, pero sin atentar contra la libertad de otros individuos. El espacio y mecanismo que permite ejercer esta libertad, es el mercado, modelo a través del cual se produce el intercambio de bienes y servicios. Se trata, siguiendo las premisas iniciales ya referidas, de un libre mercado, sin injerencia alguna del Estado que actúa básicamente como vigilante de este libre juego de intercambio. Dicho esto, la concepción y lectura del liberalismo, quedará sellada con una suerte de dogma por el cual se asegura que este libre mercado permite finalmente que todos los individuos dentro de una sociedad asuman una actitud altruista.
A partir de estas bases ideológicas, por medio de las cuales se intenta definir el amplio y a veces borroso campo semántico, que da vida a la expresión Estado, se alzaran muchas voces desde la filosofía, la sociología y la naciente ciencia política.
Fundadores del pensamiento moderno y contemporáneo como Marx, Durkheim y Weber establecen una distancia crítica con Hobbes y el club de los liberales encabezado por Smith. En su rol de científicos sociales, estos arquitectos del tiempo moderno, estudian detalladamente los vertiginosos cambios posteriores a la primera revolución industrial. El Estado, aparece en ese escenario, como un protagonista difícil de delimitar en sus contornos de sentido. Será la voz de Weber 82008), la que se imponga en la definición del Estado, asignándole el valor de una institución política que contiene un claro cuadro administrativo, que posibilita legítimamente la coacción física para mantener el orden vigente. De este modo, la clase política gobernante en Occidente, ha actuado con mayor o menor cercanía a esta noción weberiana, que se instala como un hito de sentido, o espina dorsal para la constitución de los estados/nación, en muchas partes del mundo.
La violencia de Estado
Como hemos podido observar en este breve recorrido por el laberíntico desarrollo semántico del término Estado, se trata de una ficción conceptual bastante porosa a los objetivos políticos de quienes gobiernan, en momentos históricos determinados y que necesitan imponer un tipo de orden, adecuado a sus intereses ideológicos. Pues bien, la asociación de la violencia al Estado/Rector ha estado presente desde siempre. Como nos aportan Evans-Pritchard y Gluckman en la década del 50, con sus investigaciones en el África colonial, el conflicto es parte de la vida social.
Todo ordenamiento regulador y jerarquizador implica tensiones y oposiciones. La emergencia del conflicto sería la expresión misma de la vida social. Lo que cambia, son las formas de resolverlo y es en esa instancia donde juega un papel central, el dispositivo ideológico desde el cual se asume el conflicto.
En este escenario de tensión aparece la violencia en su dimensión más plural. En efecto, no se expresa de una sola forma. Como señala Carolyn Nordstrom, existen violencias diversas, que van desde la confrontación bélica hasta las expresiones discursivas más sutiles, cargadas de contenidos que pueden violentar profundamente a sectores de la sociedad. Más allá del posible origen genético de la violencia o de su condicionamiento, a través de estructuras sociopolíticas, la forma de ejercerla por medio de diferentes performances, son construidas desde un marco cultural que funciona como conjunto de condiciones en el que se generan sus contenidos y se establece su orientación y objetivos finales.
La violencia aparece entonces, desde el marco regulatorio del Estado, en diversas formas de represión que incluyen la coacción de los individuos, procedimientos de tortura y persecuciones, entre las formas más conocidas. En este contexto, el Estado como res política abstracta, resemantizada más de una vez, irrumpe en la realidad, materializándose mediante múltiples acciones orientadas al control y orden social. Basculada desde un proyecto ideológico definido, la violencia de Estado, se constituye a nuestro juicio, como la peor de todas las violencias. La represión, la generación de miedo y de terror para garantizar el orden obedecen, en este caso, a un diseño de la violencia, preconcebido y planificado con todos los instrumentos normativos y materiales de los que dispone el Estado. Este diseño y ejecución de la violencia, se expresa de forma más o menos explícita. De este modo, puede ser visible a los ojos de toda la sociedad, pero también se puede dar de manera encubierta, impidiendo que los entornos sociales se enteren de sus acciones.
Cuando hablamos de terrorismo de Estado, en este contexto de asociación con la violencia, nos referimos a un trabajo que apunta a la eliminación no sólo conceptual, sino que también material, de un enemigo sobre el cual nunca tenemos una definición e identificación plena. En estos casos más extremos o radicales, la violencia se vuelve un capital que se administra para la eliminación de ideas antagónicas y de quienes las sostienen. Agentes del Estado son provistos de los recursos necesarios, para llevar a cabo estos procesos de eliminación que, como ya señalamos, implican en algunos casos, la eliminación de la vida del “enemigo”.
Para finalizar esta reflexión, quisiera poner énfasis en que la violencia ejercida por el Estado, puede adoptar muchas formas. Antes nos hemos referido a las más estudiadas y tal vez más visibles. En nuestros días, las autoridades gubernamentales que encarnan esta ficción política, son extraordinariamente violentas, a través de su discurso, respecto a distintos sectores de la sociedad.
Este discurso, en ocasiones, sancionador en extremo, en otras, ofensivo o prejuiciado desde posturas ideológicas radicales, muchas veces lesiona la dignidad de los pueblos, subestimando la capacidad autoregulatoria y cooperativa del tejido social, que se compone y recompone más allá de una lógica controladora, cada vez más lejana de la vida y las demandas reales de la sociedad en su conjunto.